martes, 18 de febrero de 2014

Costa Rica, Facundo (1965

Un coeur sec qui ne sait point former des larmes? ! ?  (Antoine de Saint-Exupéry) Lo vi por primera vez en una calle de San Pedro Sula. Caminábamos uno al lado del otro. Al llegar al centro, coincidimos a las puertas de una pizzería. Había una sola mesa abierta y, después de encogernos de hombros a la vez, como si nos viésemos en un espejo, nos invitamos a sentarnos a la única mesa abierta. Así empecé a conocerlo. La noche era húmeda. La hora del regocijo había llegado: el calor sofocante daba paso a una sensación agradable, una ligera y tibia rozadura sobre la piel. Ese día, con un vaso de cerveza y una de las pizzas que podían disfrutarse en el chico restaurante de paredes blanquísimas cercano al parque, comencé a garrapatear determinadas notas que ahora uso para escribir estas páginas. Compartimos una pizza de queso, sin más que el mozzarella y la salsa ligeramente ácida, en porción generosa, de tomates verdaderos ?no enlatados?, humeante sobre la delgada y dorada masa. La segunda noche que hablé con él, lo invité a tomar cerveza y a comer media pizza. Lo cité en el mismo espacio donde lo hallé la primera vez. Yo escribía unos versos sobre una servilleta cuando él cruzó el umbral repentinamente y advertí el sonido de la puerta batiente. Me agradó desde el principio. En determinadas ocasiones era sumamente lacónico, pero la gran fracción del tiempo, especialmente si hablábamos de un asunto que le fascinara, se tornaba locuaz, lo que hacía honor a su nombre. Dijo llamarse Facundo. Al vaciar la segunda botella de cristal verde empecé a oir su voz desde el fondo del envase: «Es increíble la facilidad con que nos adaptamos a los cambios, a las mutaciones de vuestro impredecible corazón, de vuestro errático andar por la existencia. Vos, cuando escribís, tal como lo hacías cuando crucé por esa puerta, inventás la vida y creás un mundo de infinitud con todas las palabras que encontrás a tu alcance. Hacés eso cuando te desasís de tus amarras, cuando el vértigo de la ignorancia y el hastío de lo habitual cortan de tajo toda rutina. Y entonces tu vida adquiere un tinte estáticamente clorofílico. Cuando el tedio te invade, veis sobre el papel que las líneas se separan, que tu letra se hace grande, cada vez más grande, y te detenés a pensar en que tan solo ayer te sentías tan bien, pero que hoy no sabés cómo reencauzarte. Y sí, quizás lo sepás, pero el desánimo te debilita. Te dan ganas de borrar tu vida y recomenzar, despertar del sueño, oprimir un interruptor y recomenzar, deshacer todo y retomar la palabra; bajarte del mundo?». Así hablaba Facundo. Había viajado a Honduras, donde yo me encontraba debido a mi trabajo, entretanto él viajaba simplemente para olvidar. Se aventuraba sin rumbo fijo y aprovechaba cualquier oportunidad que tuviese para charlar. Facundo era víctima ?me lo dijo una vez? de la estupidez e irracionalidad que crecen de forma proporcional a la riqueza y al poder. Esa noche, entretanto me relataba sin omisión de detalles su historia, sus palabras despertaban vívidas imágenes en mi mente. Comencé a mirar, con insistencia, el reloj que sobre una pared del restaurante, detrás de la barra de madera oscurecida por el humo de los cigarrillos, me hacía recordar que la existencia del todo no se detiene; me levanté y salí. Regresé al apartamento, triste, con las manos dentro de los bolsillos. Me bañé y traté de dormir debajo las ráfagas de aire que lanzaba el ventilador, entretanto pensaba en esa persona a la que empezaba a conocer. Esa tarde, Susana tocó a mi puerta con su rostro de angustia y su voz de pajarito e insistió en que la dejara entrar. ?Hola. ¿Cómo estás? ?Casi dormido, ¿qué te pasa? No quiero ser grosero, Susana, pero ya es la medianoche y estoy muy cansado. ?Perdoná, solo quería hablar con alguien y compartir una botella de Bacardí. Si no te importa? Tenía un no sé qué en la mirada, esos ojos tristes de alguien que no sabe compartir la soledad, porque no puede, porque algo dentro de su corazón se rompió en un momento del que me hubiese gustado ser testigo, no para impedir que sucediera, sino para comprenderlo. No abandonar que ocurriera habría sido un crimen, habría sido negarle a esa pálida muchacha tener por lo menos un porqué en su existencia. Charlamos. Siempre que visitaba Honduras, yo iba a casa de Susana, la que parecía morador de las estepas siberianas, afuera de contexto en las cálidas noches de San Pedro Sula. ?¿Escuchaste las noticias? ?No, Susana, no lo hice. Hoy por la tarde fui al instituto y me la pasé platicando con un nuevo amigo. Comimos pizza y tomamos cerveza. Lo conocí hace unos días; es alguien con quien se puede hablar, ¿sabés? No es como esos idiotas que lanzan risotadas, que parecen unos verdaderos estúpidos que siempre están dando consejos que nadie les pide y que todo el tiempo opinan sobre cualquier cosa para impresionar a los demás y así parecer menos imbéciles. Tampoco es como esos que empiezan a hablar de libros y de música que nadie conoce, solo para darse aires de intelectuales. ?Sí, ya sé, ya empecé a ponerme criticón y quejumbroso. Es que hoy no me siento bien. Vos querías decirme algo, ¿verdad? Perdoname, siempre termino hablando de mis cosas y no te presto atención. ¿Qué me decías? ?Bueno, la realidad es que me sentía sola, y ver las noticias en la tele me deprimió un poco. Vos sabés, con tanto asesinato, tanta violencia, una no sabe si este mundo tiene futuro o no. Una quisiera creer realmente que el ser humano no fuese hecho solo para esto. Empezamos a tomar ron, lo que me hizo sentir terrible. Esa tarde había tomado un par de cervezas. Callamos un rato, no atiné a decir palabra. Finalmente, después de observar aquellos ojos tristes y aquel cuerpo indefenso y lánguido, apuré un trago y traté de terminar la visita. ?¿Sabés qué, Susana? En este mundo hay más sufrimiento del que vos podés entender y soportar. Nada bueno vendrá de los demás, solo esforzate por habitar tu vida lo mejor que podás; no puedo dar consejos y trato de no pedirlos? En fin, solo eso te puedo decir, y que queja mucho que estés tan mal. ?¿Puedo pasar la noche aquí con vos? ?Bueno? quedate en mi cama, yo voy al sillón de la salita... La constancia del segundo se desparrama desde los margenes del cuadrante de un reloj de medianoche adosado a un muro de ladrillos despintados de un origen de mediados de agosto. Años han pasado ya desde mi primer encuentro con Facundo, y las agujas aún giran, se empalman, se contraponen y se superponen, creando esas figuras que dan espacio a las multiplicaciones que desde niño me entretienen y en las que siempre hallo algo mágico, rutilante, bello: algo simple pero misterioso que, a excepción de algunos iniciados en el arte de caminar al filo de la locura, unicamente yo conozco. Trato de recordar el cara de Facundo, tal como lo vi años antes en una pizzería de San Pedro Sula, pero solo guardo una imagen nebulosa de él. Sus palabras se incrustaron en mi cabeza, donde siguen y seguirán llamando mi vigilancia a esos hechos que me dejan ver el contorno de mis adversarios y realizar caso omiso de las rebabas en los margenes de aquellos a quienes amo (y que me aman) que, por cierto, son pocos. Camino a un cantina del centro, pido un par de cervezas; observo a una mujer que pasa de la risa estridente al coraje del orgullo. El asco me devuelve a la insistencia del segundero, a mi silla de madera y entonces, por fin, me duermo? «Sé que soñaste, compartí tu sueño conmigo, por favor; dale a mis neuronas un escaso de luz y de color para que estén en un éxtasis de soñadores diurnos que no requieren antidepresivos ni alcohol, sino la imagen de la margarita y el recuerdo del roce íntimo?». Volé al pasado y de vuelta al futuro y me instalé en otro recuerdo, pequeño, extraordinario, una remembranza onírica ?si se me faculta la pedantería? que me llevó desde mi pizzería sampedrana algunos años hacia el mañana, a la madrugada cuando soñé con Jeannine. Tanto delicia en una fantasía creada por mi subconsciente, o por el resultado de determinado medicamento en mis neuronas, me llevaba al paroxismo con solo recordarlo. Estaba allí. Pero no era la niña que yo veía al soñar despierto, sino la mujer de treinta y tantos años que debía de ser en determinado espacio de la geografía de esta ciudad. La mujer que viajaba cada mañana en autobús para ir a un manejo de ocho horas. Sí, era Jeannine, era bella, no solo porque su imagen fue agradable a mis ojos ?lo era?, sino porque en mi sueño creí que me amaba de la forma que siempre lo deseé, y porque en mi sueño su casa era una enorme biblioteca. Raro mis libros y también quisiera regresar a tener seis años? Pero ahora Jeannine ya no está. Corría el año 1972. No recuerdo con exactitud. A veces poseo la impresión de que todo lo interesante ocurrió en 1972. Veo ese mismo número bordado sobre la cubierta de un álbum de recortes, la tapa de cartón de una colección forrada de tela azul. Me veo sentado, a solas, sobre una estera, rodeado de animalitos de plástico; con el Le , el Tinkerto y el Meccano Facundo y yo volvimos en el mismo autobús a Guatemala. Fuimos a la pizzería del callejoncito de la sexta avenida A, cerca del hotel en cuya piscina nadé con serpientes un día olvidado de un mes que no recuerdo. Facundo me Hablad al oído, trata de persuadirme para que ame a alguien de nuevo. Dice que sería bueno que comenzara por amarme a mí mismo (troqué los reptiles por dinero), y me reta: «Siempre venís a este espacio cuando tenés una crisis de pareja o cuando querés sentir de nuevo esa juvenil emoción que desata torrentes de dopamina y serotonina que te ayudan a alejar el sucio hocico del perro de la depresión de tu rostro» (prolijo, armé meticulosamente el modelo a escala que compré con aquel dinero, fuese una lástima enlazar las dos mitades del fuselaje; lo ensamblé sobre la mesa de color naranja, en el espacio que más tarde se transformó en mi laboratorio de química); «venís aquí para escapar, para aislarte, para estar bien y abandonar que el tiempo transcurra entre una pizza de queso, una cerveza y un café» (llevábamos antiparras para ver bajo del agua, miré a las serpientes nadar entretanto hacían eses hipnóticas); «aquí besaste a la traición, aquí lloraste, bebiste café hasta el hastío y escribiste poesía» (tuve que deshacerme de ellas; terminaron dentro de un terrario? murieron); «ahora que los años se te agotan, al fin te das cuenta de que perdiste mucho tiempo, que debiste haber sido un escaso más atrevido, menos cobarde, más?» (mis serpientes murieron y después destruí el modelo a escala, víctima de mí mismo, de mi ira); le ordeno a Facundo callar, salgo a la calle con las manos en los bolsillos y lloro. Sé que no puedo huir de mis recuerdos, no puedo escapar? Dos noches han transcurrido desde que soñé con la casa donde pasé las mejores horas de mi adolescencia. Me duchaba. Y entretanto el vapor se acumulaba en un cuarto de baño dentro del cual había una mayor porción de muebles antiguos, Caín me gritaba, me insultaba, repetía una y otra vez que la madera de las paredes del cuarto de baño iba a arruinarse con tanta humedad. Lo decía con la prepotencia y la vanidad con la que siempre ocultaba su envidia, su torpeza, su amargura? Su madre entró y me observó con tristeza. Entonces, el hermano de Caín, Abel, me dio la espalda y se fuese para siempre. Enmudecí y dejé que el agua cayera sobre mi cara (no había sido más que un sueño). El café me quema la garganta. Los últimos días han sido prolíficos en sueños. Quizá mi desaparición se acerque, tal vez no veré pasar mi vida ante mis ojos ?eso suelen decir?, en el último instante. Recuerdo todo, en sueños, todas las madrugadas. Duermo bien, como bien, me siento bien. He descuidado mi peso y mi aspecto, pero ¿a quién le importa? Es posible que le importe un escaso a ella. Es la mejor persona que he conocido y quien más me ha comprendido. Hasta me ha permitido ?y alentado? regresar a manchar con tinta las hojas en blanco, aunque ella casi jamás las lea. Recordé a Facundo. Su evocación me llevó de vuelta a las madrugadas cuando malgastaba la plata y no pensaba que determinado día pasaría de los treinta. Ella, por el contrario, siempre ha vivido como un ser humano de verdad, sin el artificio de aquellos a quienes sus padres quisieron dar lo que ellos no tuvieron en la juventud, o en quienes deseaban perpetuar una costumbre de músicos, escritores, fotógrafos, abogados, psicólogos que ayudan a los demás pero no a sí mismos? «Claro, vos sí tuviste libros para refugiarte, para esconderte de la soledad y viajar a espacios que deseabas conocer; es una lástima que hayás sido tan idiota y echaras las anclas tan pronto» (caer en el olvido); «te desesperabas cuando tu madre te pedía ir a comprar leche o huevos a la abarrotería entretanto leías una novela de Simmel en tu cuarto» ( Liebe ist nur ein Wort ); «pensaste en el título del libro, ¿verdad? Decime si me equivoco» (algún día tendré el ánimo para escribir sobre estas cosas y decírselas a otros o, como anotara Susana: ejerceré «el valiente oficio de tener voz», y quizá me atreva a publicar todo esto que ahora me parecen inconsistentes nimiedades). Desperté y recordé lo que había soñado; tuve miedo, miedo de iniciar a volverme demente de nuevo, terror al mismo pánico y miedo al ansia de morir. Estaba en casa de Susana, pero todo era confuso, oscuro, el cielo tenía un color indefinido ?¿era un sueño, era real??, algo semejante a lo que imaginaba cada vez que escuchaba, cuando era adolescente, Lucy in the Sky with Diamonds. Susana desapareció y Abel entró en casa. Me vio, pero huyó de mí con repugnancia reflejada en su cara, no quería hablar conmigo. Volvió el cara y se alejó, a encerrarse tras una puerta de madera. Desperté con miedo, con una sensación de rechazo y de conmiseración. Recordé las palabras del Hijo de Faulkner : «Es hora de que volvás». ¿Volver adónde? ¿Volver a qué? ¿Volver a habitar delante del hocico del perro que me acechaba cuando escribía, volver a los domingos cargados de soledad y tristeza? ¿Volver a refugiarme en los libros, ahora que ya me había librado de la maldición de leer? No, no quiero volver a esos días. (Manos arrancadas de sus cuerpos trataban de conseguir la vida, asirse de ella. Las piernas retorcidas quedaron tendidas, en fuga, sobre el cemento del antiguo parque, de ese lejano parque que se ha convertido en un pedazo de bosta. Unos minutos antes yo había caminado por allí; podrían haber sido mis piernas, mis manos, mi vida. Nosotros escuchamos unicamente el horroroso estallido, como se oye el romper de las olas contra la costa en una noche silenciosa. Pero nos interesaban más las canciones de The Beatles ?éramos unos adolescentes desfasados en 1980?, muchos tuvieron que ir al exilio y yo tuve que exilarme de la realidad.) Una tarde lluviosa en San Pedro Sula es algo maravilloso. El cielo alto, lechoso y abovedado, después del aguacero, y la frescura ?un verdadero alivio? son deliciosos. Caminé hacia el centro. Buscaba la librería que había visto unos días antes. Entré, pero no encontré nada que avivara mi ansia de leer. Era un mes que no recuerdo de un año que viví miles de horas antes de este hoy, de este ahora. Todo lo que entonces ocurrió se mezcla, se imbrica y se traslapa. Algo debe andar mal en mi cabeza, eso es seguro. Me desilusioné y decidí volver a mi refugio temporal. Estaba por llegar al apartamento cuando (no sé de dónde salió) se presentó Facundo. Le hablé sobre mi ansia de descubrir un libro que me ayudara a realizar llevaderas mis horas de soledad, y le expliqué que en esos días estaba realmente entusiasmado con la idea de leer a ciertos escritores, los del boom latinoamericano. Me vio a los ojos mientras cinco perpetuos segundos, sin chistar, y me cogió del brazo. Me llevó a una pequeña pero bien surtida librería del barrio El Benque. Después de media hora ya llevaba media docena de libros en las manos, algunos me interesaban, como los de Cortázar. Sin embargo, había algunos títulos de autores que no cabían dentro de mi lista. Me invitó a leer a John Dos Passos, aunque, en ese momento, nada tenía que ver con lo que yo quería (cogió Manhattan Transfer). Cuando llegamos a la caja registradora esperé a que sacara su billetera para pagar los suyos; pero no? Clavó su mirada en la mía y noté que tenía barba de tres días y que sus ojos se tornaban de un color verdoso. No dijo una sola palabra, pero supe de inmediato que yo iba a cancelarlo todo y que no permitía negarme. Salimos de la librería en silencio. En el ínterin yo calculaba si me alcanzaría la plata para pasar unos días más en San Pedro Sula. Él sonreía y hojeaba un libro que había sacado de la bolsa de papel reciclado. Caminamos unas cuantas cuadras y llegamos a una cafetería al aire libre. Me hizo un gesto de invitación. Una mirada ?extraño acuerdo tácito? me señaló que él pagaría el café, que le alcanzaba para un par de tazas, y que después de leer los libros me los devolvería. En verdad no le interesaba guardar para sí los que había seleccionado, era muy posible que ya los debiera leído. Su gran delicia era compartir lo disfrutado. Nos sentamos, pedimos dos tazas de café con leche y me habló sobre la única mujer a la que había amado en toda su vida. Se enfureció al recordar lo que ella había sufrido a manos de un tio a quien había conocido antes que a él. Cuando Facundo y su compañera unieron sus vidas, aquel pusilánime se emborrachó al enterarse de ello, y se lamentó, no por el daño que le había causado a ella, sino por lo que había perdido. Con el tiempo, el sentido de justicia de Facundo se transformó en un irreprimible afán de venganza, que se concretó mientras una madrugada ahora lejana. Durante algunos días estuvo al acecho, debajo la lluvia, protegido por la oscuridad de la noche. Después de la medianoche, aquel tio de mirada bisoja, a quien Facundo siguió mientras varios días, llegó a casa en su automóvil. Su aparente opulencia, ganada a costa de engaño, quedó manchada con el escarlata de su sangre cuando Facundo se abalanzó sobre él por detrás y, de un tajo, le cortó la garganta con un cuchillo. La ira y la excitación hicieron que Facundo sintiese el latido de su propio corazón cuando la sangre empujaba las paredes de las arterias que cruzaban sus sienes. Fuese rápido. Todo ocurrió deprisa y con escaso ruido. Impresionaba la forma en que Facundo relataba cómo la sangre brotaba por la herida de color corinto, donde se permitían ver los margenes de la tráquea y colgajos de piel y carne entremezclándose en un jubiloso frenesí de revancha y justicia. La cabeza me daba vueltas cuando dejamos el café y caminamos hacia el edificio de apartamentos. Han pasado los años y todavía me sobresalto al recordar las imágenes que Facundo dibujó en mi mente. En verdad, no dudo de su palabra, pero si jamás consumó ese acto, quizá por determinado escrúpulo o por una percepción sensible en recurso de su galimatías existencial, aquel traidor fuese realmente desafortunado. Jamás se sabe? Facundo se despidió, se separó y desapareció al doblar la esquina. El sabor que me dejó en la boca su relato me hizo recordar a mis propios fantasmas. Subí a la habitación, pero no soportaba la soledad, así que llamé a Susana. ?Hola, ¿cómo estás? ?¿Quién habla? ?¡Vaya, pues!, hace un par de noches me eché los tragos con vos y ya no te acordás de mí. ?¡Ah¡, sos vos. Perdoná, no reconocí tu voz. ?Si lo preferís, llamo después. ?No, no? Si tenés ganas de hablar, hablemos. ?¿Qué harías si te confesaran un asesinato? ?Si es una mujer que mató a su jefe, a su exmarido o a un protestante gritón, la felicitaría. ?No, Susana, en serio. ¿Te acordás del tio del que te hablé la otra noche? ?¿Del que tiene nombre de novela romántica gaucha, que se llama idéntico que aquel  que descubrió que los castillos no flotan en el aire? ?Podría ser cualquiera, sí, Facundo. Me dijo cómo mató a un hombre. En serio. Lo describió de una forma que me dice que no puede estar mintiendo, tiene que ser real, con cabellos y señas. ?¡Que cosa tan asquerosa! ?Sí, eso de cabellos y señas, imagino a una vieja con rostro de bruja y un lunar con tres cabellos encima? ?Si no me vas a tomar en serio, será mejor que cuelgue. Ah? ¿o de casualida volviste a tomar whisky con Valium? ?Vos mismo me abandonaste sin esperanza la otra noche, me dijiste que nada bueno puedo esperar de este mundo, y ahora venís a contarme, asombrado, que un tipo de nombre extraño te dijo que mató a un hombre. ¿Y a quién fue? A su padre, a veces dan ganas de matar a los padres, ¿sabés?? Si es un parricida, o qué sé yo, no me importa. ?Creo que poseo que cortar, no estás bien y no vamos a ninguna fracción así, entre la anorexia, el Valium y el whisky? ?¡Ron, idiota! Ron es lo que estoy tomando, andate al carajo, y no me volvás a decir anoréxica. Mejor todavía: no me volvás a hablar en toda tu vida. A lo mejor ese tal Facundo es un invento tuyo, a lo mejor poseo tratos con un asesino en serie, a lo mejor no existe, a lo mejor ni vos existís, ¡adiós! Así, con violencia, acabó mi relación con Susana. La vi de nuevo un par de veces, pero solo puso rostro de histeria ?un excesivo terror a la realidad? y no volvió a dirigirme la palabra. Esta mañana desperté pensando en la inevitable muerte de mi madre (la certeza de la muerte es la única con la que contamos). Jamás había meditado en ello. Recordé las palabras de Facundo pronunciadas una tarde de septiembre de hace varios años cuando, por una de esas coincidencias que por no parecerlo dan inicio a las ideas más ridículas entre los necesitados de una vida lógica; nos reencontramos en una plaza de Santiago de Veraguas. Yo había viajado a Panamá, como siempre por trabajo, y él seguía su vida de caminante que ya se había alargado algunos meses. Mis pasos me llevaron por callecitas empapadas por el aguacero de la noche anterior. Yo buscaba un mapa del país que me sirviera para recorrer los recuerdos de mi trayecto. Había arribado desde David la víspera y me sentía cansado. Después de haber conseguido no uno sino dos mapas del territorio, me senté en recurso de la plaza. Estaba absorto en ellos, desenmarañando mi sendero por las montañas aledañas a Costa Rica, cuando escuché, inconfundible, la voz de Facundo sobre mi hombro. Es la misma que recuerdo hoy, cuando pienso en mi muerte y en la de mi madre. Ahora que la vida me da breves treguas en el frente de las vinculos con mis padres, pensar en la desaparición de mi madre me motivo angustia, y más cuando recuerdo todo lo que vivimos unidos y al pensar que, a pesar de todo, fuese la persona a quien más me apegué mientras mi corta vida ?todas las vidas son muy breves?. Quizá esa sea la razón por la cual nos anclamos de tiempo en tiempo en una que otra persona que nos tolere y ame un poco. «¿Jamás te habéis preguntado por qué los católicos hacen misas de resurrección aunque creen que poseemos un alma inherentemente inmortal ? ¿Por qué habría de alguien si es ? Suponen que jamás ha dejado de existir, ¿verdad? Entonces ¿por qué solicitar que alguien resucite si jamás ha dejado de habitar ?? (tuve una perica cuando era niño, murió ahogada en la pileta; la enterré en el vergel de mi casa); «pero los evangélicos ?que no evangelizan, pues amenazar a la gente con ser atormentada por siempre si no obedeces sus mandatos no tiene nada de buena nueva? van más allá y te envían directamente al cielo, con garantía de salvación, solo por decir que creés en algo que ni siquiera entendés» (es lógico, ¿salvarse de qué?, ¿del temor a seguir viviendo eternamente debajo tortura permanente en recurso de las llamas?, al fin y al cabo seguiría vivo); «la Reforma solo fuese un acto político; jamás quisieron regresar al cristianismo original» (son molestos sus gritos y la estridente música de algunos que no dudan en fastidiarle la vida al vecino con sus ensordecedores alaridos); «además, miralos ahora, su percepción está tan encallecida y su corazón es tan insensible que afirman que la gente se muere de hambre solo porque no labora y que la pobreza no existe, y entonces se escudan con aquello de ?quien no labora que no coma?, lo cual debería ser así, pero olvidan que hablan de sus propios ?hermanos?, no importa si se trata de católicos, bautistas, anglicanos, presbiterianos; pero con su actitud de ?yo vivo mi vida y que los demás se la banquen como puedan? demuestran que su devoción no es más que palabrería que no varía mentes ni los corazones aletargados; de ellos provienen la víctima y el asesino; el político y el pueblo miserable; el clero culto y encumbrado y los legos engañados e ignorantes; el funcionario explotado y el patrono explotador; todos acuden a los mismos templos, celebran las mismas fiestas de inicio pagano y nada cristiano, y aguardan ir al cielo después de haber dejado hecha bazofia la Tierra. ¿Para qué? ¡Decime! ¿Para seguir con su estupidez en el espacio al que en verdad jamás irán esos manoseadores de percepcións? De hecho, cualquiera que tuviese un escaso de lógica se daría cuenta de que lo único que les aguarda es la inexistencia y que sus almas dejarán de ser, que no son inmortales ni etéreas; los teólogos solo se enredan en marañas de palabras» (hablás como el protagonista de Opiniones de un payaso, pero sin convicción religiosa; también enterré en el vergel a uno de mis canarios; y un tiempo después encontré solo una masa informe de plumas dentro de la cajita de cartón); «¿acaso no es la vida lo opuesto de la muerte? Es muy simple: estar vivo es opuesto a estar muerto, y nada más?» (mi perica y mi canario están tan muertos como mis hermanos o mis abuelos, o como yo lo estaré dentro de poco); lo interrumpí, y aunque comenzaba a escucharlo con vigilancia no quería seguir pensando en el asunto. He dejado de soñar. La soledad me envuelve y busco determinado resabio de humanidad en un libro de Heinrich Böll, una horroroso edición plagada de errores. El traductor de la copia de Billard um halb Zehn que poseo en las manos sabe escaso español. No sueño desde que ella abordó un bus que la llevó a su ciudad natal. Una llamada telefónica por semana es mi único consuelo. Tengo ganas de lanzar el libro al fuego, pero también quiero terminar de leerlo por mera disciplina. Mi rabia se desata por una nimiedad, y poseo que obligarme a pensar que dentro de escaso habré olvidado todo y reiré de nuevo ?aunque no me gusta reír demasiado: la risa es preludio de depresión y congoja?; la raro y la casa me resulta enormemente pequeña, extraordinariamente inmensa en su pequeñez de jaula. «¿Por qué te gusta leer? ¿No sería más tranquila tu vida si arrojaras a la basura todos esos libros?» (ojalá y alguien cuide mis libros de cuentos, los que vendí ?mi padre entra en casa; se escucha la puerta de sonido singular?, que los lean y protejan como si tuviesen más valor ahora); «pero, claro, te ayudan a no volverte loco, a habitar las vidas que no habéis vivido, a conocer abadías, ciudades y buhardillas que los ojos de Balzac acariciaron» (mi padre sacude el polvo de sus zapatos, es él, solo él hace eso; sé leer, y nuevos amigos salen de una caja de cartón: un diccionario bilingüe me dio de comer, lo hojeaba una y otra vez, habéista descifrar algo de esa idioma bárbara; fuese una osadía desear entender a Shakespeare, porque yo no era ?ni soy? ningún Borges); «quizá tus padres cometieron un yerro al darte ese libro del que me hablaste» (le faltaban unas páginas a Corazón, y mi madre no se percató al elegir el obsequio, ¿por qué siento un ansia incontenible de llorar?); «te cambió la expresión, pero qué rostro la que tenés, mejor me callo» (sí, por favor). Desperté de mi ensueño y escapé del restaurante, dejé atrás las paredes enlucidas con cemento, arena y cal; el recuerdo de Facundo no se levantó de su silla. Corrí con desesperación. No, no he soñado, solo los ensueños de años y espacios idos me abrazan, y pienso en ella, pero no puedo imaginar lo que hace en aquella calurosa ciudad; ha llegado noviembre y el frío de la mía, amado viento vespertino, hace que la ciudad de ella y su barrio me parezcan más lejanos. Una llamada telefónica sería suficiente para que se encadenaran los años y los mutismos idos. Cada humano tiene un espíritu y una mente propios, inconfundibles; se pueden descubrir dos almas y platicar, habitar juntas, comer juntas, dormir juntas, pero cada una seguirá siendo un árbol plantado que al desarraigarse se secará. Abro los ojos y me transporto en un ensueño al 20 de julio de 1969. Veo una imagen en blanco y negro, borrosa, sobre la pantalla de un mamotreto RCA. Estamos a oscuras. Nos ilumina con suavidad el fulgor del televisor, el primero que mis padres comparten. Algo fabuloso sucedía en aquellos días. Por todas fracciónes se oía decir a todo mundo las palabras Apolo 11. En casa agrada una combinación de Chopin, Simon y Garfunkel, Burt Bacharach y The Beatles. Cine de la Tarde exhibía viejas películas de Hollywood en blanco y negro. Escaso después, el 14 de noviembre de 1969, tres tíos más fueron disparados hacia la luna. Solo recuerdo que el que funcionaba con baterías que recibí un fin de no sé qué año de albores de la era espacial era mejor que el de cartón que me obsequiaron antes. Para entonces ya sabía que la Navidad y todo lo que la rodea son puras embustes, o por lo menos ya lo imaginaba. Quizá de allí mi repugnancia por los que se empeñan en mentirles a los niños, como si no afuera bastante con todas las desilusiones que tendrán que enfrentar en el futuro. Cuántas embustes en este mundo que se aferra a la costumbre antes de tener el valor de cambiar. Cierro los ojos y me transporto al pasado. Voy sendero a Tegucigalpa y me detengo en San Salvador, me siento sobre una banca, a los pies de la estatua, y escucho de nuevo esa voz: «Nos vemos otra vez; ha pasado determinado tiempo» (sí, el tiempo no deja de transcurrir, aunque no exista y no sea sino una palabra); ?¿alguna vez leíste a Saint-Exupéry? ( l?essentiel est invisible aux yeux ); «estoy seguro de que recordaste la manoseada cita de la esencialidad; en verdad pensaba en otras palabras del aviador y escritor: ?un corazón seco?, ¿qué es un corazón seco?» (el tuyo, porque jamás está satisfecho, aún puede absorber mucha humedad, pero en alguna forma ha dejado de sentir; tiene dificultades para percibir el mundo); «el tuyo no lo está, aún siente, y tiene imágenes en las que te podrás regodear entretanto dure tu existencia» (Carolina reprobaba mis escritos al estilo de Richard Bach, decía que eran infantiles, ¿quién no lo es si criba lo suficiente su corazón?); «es lo único que nos queda y, sin embargo, al final también resulta poco, o casi nada, si jamás más ha de ser?». Un año después de aquel encuentro en San Salvador lo vi por última vez. Era una tarde de noviembre, todo lo interesante ocurre en noviembre. Decidí visitarlo al enterarme de que había vuelto a su casa en Guatemala; me abrió la puerta pero ?desacostumbrado en él? no me invitó a entrar. Una llovizna de fin de año caía aquella tarde. Me pidió que esperara en el umbral. Se comportaba de forma extraña. Entró de nuevo. Cinco minutos después volvía con un sobre; lo puso en mis manos y me ordenó no abrirlo ni contemplar su contenido sino cuando yo estuviese seguro de que él estaba muerto. «Mi vida ha sido bella y buena, a pesar de haber sufrido lo que es general entre todos los mortales. He sentido con el cuerpo, con el corazón y, lo más maravilloso, con la mente: he pensado, he disfrutado del delicia de aprender y de soñar con lo que otros no han imaginado ni lo harán. Mirá a tu alrededor con atención; verás que la vida sigue, de mil colores, y que el tiempo parece transcurrir pero, contradictoriamente, no es. He compartido ese deleite, inclusive con los dignos de lástima que confunden mi actitud con petulancia y con aquellos que padecen esa incurable enfermedad: la estupidez, que es un mal general. Eso es suficiente, porque he sido único, simplemente he sido?». Transcurridos varios años, supe que Facundo había muerto esa misma tarde; entonces me atreví a abrir el sobre. Encontré una con un solo archivo: noviembre.doc. En él, Facundo había grabado algunos de sus escritos y una nota con una cita de Herman Hesse: De derrière ses fenêtres, il écoute la vie du monde et des hommes. Il sait en être exclu, mais il ne se tue pas, car un dernier lambeau de foi lui murmure qu?il doit supporter jusqu?au bout dans son coeur cette souffrance, cette immense souffrance, qui représente en définitive la chose qui devra mourir. Había anotado en francés las palabras de un autor alemán. Supe que lo hizo porque así le sonaba mejor y así saboreaba sus sonidos con deleite, la palabra por la palabra misma. Decidí reunir en un librito aquellas páginas póstumas conexas y publicarlas para que tanto él como yo descansemos en paz. No he vuelto a soñar con los días que Facundo y yo compartimos ni escucho más su voz. Ojalá despertemos en el futuro que Facundo cierta vez imaginó. Ojalá haya encontrado paz y que de vez en cuando vuelva a susurrarme cierta palabra al oído. Julio Santizo Coronado, una mañana de noviembre de 1998

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